San Francisco de Asís

¿Qué significa tener un patrono?

Tener un patrono significa que tenemos un santo que protege a la comunidad de manera especial y que intercede ante Dios por sus intenciones, por su bienestar. 

Los cristianos tenemos la tradición de elegir a un santo como patrono protector, como modelo y como guía. Nosotros hemos elegido a San Francisco de Asís como patrono, en sintonía con el nombre de nuestra parroquia y nuestro colegio, intentando educar siguiendo sus huellas. 

Nuestro Santo Patrono fue un gran santo que se caracterizó por su humildad, su fe profunda, su amor por Jesús, su sentido de la fraternidad y su servicio alegre en toda situación. San Francisco fue, y sigue siendo, un auténtico modelo para los niños y jóvenes. Por eso deseamos que nuestros estudiantes, iluminados por su testimonio y protección, sigan sus huellas, compartiendo con San Francisco su mismo ideal: ser como Jesús; amar y servir a los excluidos, convivir fraternalmente con toda la Creación.

¿Quién fue San Francisco de Asís?

Francisco nació en Asís, Italia en 1182. Su padre era comerciante de telas y su madre pertenecía a una familia noble. Tenían una muy buena situación económica. Su padre comerciaba mucho con Francia y cuando nació su hijo estaba fuera del país. La gente apodó al niño como “francesco” (el francés) aunque éste había recibido en su bautismo el nombre de “Juan”.

En su juventud no se interesó ni por los negocios de su padre, ni por los estudios. Se dedicó a gozar de la vida. Gastaba mucho dinero, pero siempre daba limosnas a los pobres.

Cuando Francisco tenía unos veinte años, hubo pleitos y discordia entre las ciudades de Perugia y Asís. Al participar de la guerra defendiendo a su pueblo, Francisco fue prisionero un año y lo soportó con fortaleza. Cuando recobró la libertad cayó gravemente enfermo, aun así, esa situación fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se recuperó, decidió ir a combatir en el ejército. Se compró una costosa armadura y un manto que las terminó regalando a un caballero mal vestido y pobre que encontró en el camino. Dejó de combatir y volvió a su antigua vida, pero sin tomarla tan a la ligera. Dedicado a la oración y después de un tiempo, tuvo la inspiración de vender todos sus bienes.

Uno de los hechos que marcarían su conversión fue encontrarse con un leproso que le pedía una limosna, sintió tal compasión que le dio un beso. Allí experimentó que Jesús habitaba en ese enfermo. Por tal motivo, visitaba y servía a los enfermos en los hospitales. Siempre, regalaba a los pobres sus vestidos, o el dinero que llevaba.  Otra de las experiencias vividas que lo marcarían fue un día cuando una imagen de Jesucristo crucificado le habló en la Capilla de San Damián y le pidió que reparara su Iglesia que estaba en ruinas. Decidió ir y vender su caballo y unas ropas de la tienda de su padre para tener dinero para arreglar la Iglesia de San Damián. Llegó ahí y ofreció su dinero y pidió permiso para quedarse a vivir allí. El sacerdote le dijo que podía quedarse ahí, pero que no podía aceptar su dinero.  El papá de Francisco, al enterarse de lo sucedido, fue muy enojado a la Iglesia de San Damián, pero su hijo se había escondido. Su padre no lo comprendía. 

Francisco pasaba días en oración y ayuno. Una vez, regresó a su pueblo y estaba tan desfigurado y mal vestido que la gente se burlaba de él, como si fuese un loco. Su padre, indignado, lo llevó a su casa, lo golpeó, le puso grilletes en los pies y lo encerró en una habitación (Francisco tenía entonces 25 años). Su madre se encargó de ponerlo en libertad y él se fue a San Damián. 

Su padre fue a buscarlo nuevamente y le dijo que volviera a su casa o que renunciara a su herencia y que le pague el precio de los vestidos que había vendido de su tienda. San Francisco no tuvo problema en renunciar a la herencia y del dinero de los vestidos, pero dijo que pertenecía a Dios y a los pobres. Su padre le obligó a ir con el obispo de Asís quien le sugirió devolver el dinero y tener confianza en Dios. San Francisco devolvió en ese momento hasta la ropa que traía puesta para dársela a su padre ya que a él le pertenecía. El padre se fue muy lastimado y el obispo regaló a San Francisco un viejo vestido de labrador que tenía al que San Francisco le puso una cruz con un trozo de tiza y se lo puso.

San Francisco partió buscando un lugar para establecerse. En un monasterio obtuvo limosna y trabajó como si fuera un mendigo. Unas personas le regalaron una túnica, un cinturón y unas sandalias que usó durante dos años.

Luego regresó a San Damián y fue a Asís para pedir limosna para reparar la Iglesia. Ahí soportó las burlas y el desprecio. Una vez hechas las reparaciones de San Damián hizo lo mismo con la antigua Iglesia de San Pedro. 

Al oír las palabras del Evangelio “…No lleven oro… ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo.”, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón y se quedó solamente con su túnica sujetada con un cordón. Comenzó a hablar a sus oyentes acerca de la conversión. Sus palabras llegaban a los corazones de sus oyentes, a quienes saludaba diciendo: “La paz del Señor sea contigo”

San Francisco tuvo muchos seguidores y algunos querían hacerse discípulos suyos. Cuando ya eran doce discípulos, San Francisco redactó una regla breve e informal, que luego de varios años fue autorizada por el Papa Inocencio III, quien les dió por misión predicar la penitencia. San Francisco dio a su orden el nombre de “Frailes Menores” ya que quería que fueran humildes. 

En 1212, el abad regaló a San Francisco la capilla de Porciúncula con la condición de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva orden. Él la aceptó, pero sólo prestada sabiendo que pertenecía a los benedictinos. Alrededor de la Porciúncula construyeron cabañas muy sencillas donde vivían los hermanos. 

La pobreza era el fundamento de su orden. San Francisco sólo llegó a recibir el diaconado porque se consideraba indigno del sacerdocio. Los primeros años de la orden fueron un período de entrenamiento en la pobreza y en la caridad fraterna. Los frailes trabajaban en sus oficios y en los campos vecinos para ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajo suficiente, solían pedir limosna de puerta en puerta. El fundador les había prohibido aceptar dinero. Se distinguían por su gran capacidad de servicio a los demás, especialmente a los leprosos a quienes llamaban “hermanos cristianos”. 

En 1212 una joven muchacha llamada Clara (Santa Clara de Asís) escuchó la prédica de Francisco y se decidió a seguirlo junto a otras mujeres. San Francisco consiguió que Clara y sus compañeras se establecieran en San Damián. Ellas se dedicaban a la oración, de esa manera apoyaban la labor de los franciscanos. 

En 1224 se retiró al Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. La única persona que lo acompañó fue el hermano León y no quiso tener visitas. Es aquí donde sucedió el milagro de los estigmas, en su cuerpo quedaron impresas las llagas de Cristo. Un tiempo después bajó del Monte y curó a muchos enfermos.

La salud de San Francisco se fue deteriorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaron y ya casi había perdido la vista. En el verano de 1225 lo llevaron con varios doctores porque ya estaba muy enfermo. Poco antes de morir dictó un testamento en el que les recomendaba a los hermanos observar la regla y trabajar manualmente para evitar la ociosidad y dar buen ejemplo. Al enterarse que le quedaban pocas semanas de vida, dijo “¡Bienvenida, hermana muerte!” y pidió que lo llevaran a Porciúncula. Murió el 3 de octubre de 1226 después de escuchar el relato de la pasión de Cristo según San Juan. Tenía 44 años de edad. 

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